A menudo uno oye decir que la introducción de distritos uninominales en España mejoraría la calidad de la democracia. El argumentario de los defensores de este cambio en el sistema electoral es: menor control de las sedes centrales de los partidos sobre la selección de candidatos, mayor responsabilidad de los representantes ante los electores, mayor importancia del Congreso versus Ejecutivo en el proceso legislativo, mayor participación ciudadana en la política.
En teoría todos estos argumentos son válidos. Sin embargo, los casos en los que tal sistema electoral existe revelan grandes problemas:
1. Clientelismo y corrupción. Los especialistas en América Latina señalan que los distritos uninominales producen la oligarquización de la representación y el transfugismo.
2. Baja participación electoral. La mayoría de los estudios sobre los sistemas británico y norteamericano señalan que debido a que la mayoría de los distritos son "safe seats", es decir, zonas en las que siempre gana el mismo partido, -¿quién traza los límites de los distritos?, ¿un grupo de amigos del presidente de cada Comunidad Autónoma?, ¿una mesa de partidos?- la participación electoral es muy baja, porque no existe incentivo para votart si uno sabe que en su barrio, pueblo o comarca el candidato preferido pertenece al partido minoritario. La identificación partidista sigue siendo el predictor más fiable de voto, mucho más que cualquier otro indicador, en la mayoría de las democracias occidentales.
En el caso norteamericano, hay una relación directa entre el tamaño del distrito y la participación. Las elecciones al Senado y las presidenciales, en las que la circunscripción es el estado, tienen una participación que en muchas ocasiones dobla las registradas para la Cámara de Representantes, los condados y las ciudades. A mayor competitividad, es decir, posibilidad de que cambie el partido en el poder, mayor participación. Este axioma se cumple en casi todos los países, pero en una proporción entre dos y tres veces más fuerte en el caso de distritos uninominales.
En el caso norteamericano, hay una relación directa entre el tamaño del distrito y la participación. Las elecciones al Senado y las presidenciales, en las que la circunscripción es el estado, tienen una participación que en muchas ocasiones dobla las registradas para la Cámara de Representantes, los condados y las ciudades. A mayor competitividad, es decir, posibilidad de que cambie el partido en el poder, mayor participación. Este axioma se cumple en casi todos los países, pero en una proporción entre dos y tres veces más fuerte en el caso de distritos uninominales.
3. Distorsión de la proporcionalidad. El sistema británico produce amplias mayorías para el partido gobernante, que en los últimos años ha llegado hasta el 60% de la representación, sin que en ningún caso el partido más votado haya sobrepasado el 45% de los votos. Lo mismo se observa en Francia y en Canadá. El sistema electoral tiene dos funciones, representación y gobernabilidad. En estos tres países la segunda función se consigue a expensas de la primera. Tanto es así, que en el caso francés entre el 20 y el 25% de los votos no se traducen en ninguna representación (Frente Nacional y Troskistas principalmente). Es decir, uno de cada cuatro votantes en Francia no tiene ni un solo representante en la Asamblea. Para el resto de las democracias occidentales, la proporción de votos con representación nula está por debajo del 10%, y menos del 3% en Estados Unidos, Israel y Holanda. En Alemania, España y Gran Bretaña el voto "nulo de hecho" se sitúa alrededor del 5%.
El sistema electoral ideal debería combinar la responsabilidad del representante con una representatividad alta (que el mayor número posible de votos se traduzca en representación, aunque ésta no sea igual a la proporción de votos) y gobernabilidad, es decir, que el partido más votados puedan formar gobierno de forma estable y sin sufrir chantajes de minorías antisistema o antinacionales.
El sistema alemán es sin duda preferible al francés, el peor de todos porque produce las mayores distorsiones y deja a un gran número de electores sin voz, y al norteamericano, ya que en España no existe un bipartidismo perfecto, sino zonas bipartidistas (Madrid, las dos Castillas, Murcia etc..) y zonas multipartidistas (País Vasco, Cataluña...). El sistema alemán consiste en dividir la representación a partes iguales entre distritos uninominales y un distrito nacional único para el que el umbral de votos es el 5%. Este sistema sería bueno para España, pues si bien los dos partidos nacionales -PP y PSOE- no obtendrían representación en amplias zonas del país, y los nacionalistas saldrían beneficiados, los elegidos por medio de la lista nacional provendrían sólo de partidos nacionales. Además, la participación no variaría, porque, si por ejemplo el votante del PP en Gerona o del PSOE en Ávila no tendría incentivo para acudir a votar en distrito uninominal, sí que lo tendría para apoyar la lista nacional de su partido.
La adopción del sistema alemán en España no eliminaría a ningún partido del Congreso, es decir, no se produciría el efecto perverso del sistema francés, y al mismo tiempo aumentaría la representación de los partidos nacionales con más de un 5% de los votos, esto es, los partidos que mejor representan el interés general, al menos en teóría, ya que son capaces de presentar candidatos en toda la nación y unir intereses diferentes, tanto de clase como territoriales, en su militancia, y de hecho funcionan como auténticas coaliciones electorales.
Otro sistema, que fue propuesto por el CDS en los noventa, sería la adición de un número de diputados (entre 50 y 100) elegidos con votos restantes, es decir, votos que no se han traducido en representación. Por ejemplo, los votos de IU en las provincias que eligen 3 y 4 diputados irían a ese banco de votos junto a los votos sobrantes del resto de los partidos. En este banco los partidos nacionalistas tendrían un peso casi nulo, pues debido a la concentración de su voto en una o dos provincias, apenas se producen votos sobrantes. Si se estableciera un umbral del 5% el resultado sería parecido al del sistema anterior, aunque en este caso la sobrepresentación de los dos grandes partidos sería menor.
En todo caso, según el simulacro que he hecho, la implantación de este sistema habría dado al PSOE la posibilidad de pactar con CiU o con IU en 1993, en vez de sólo con CiU, como ocurrió debido a que la otra posibilidad exigía pactar con muchos. En 1996, Aznar podría haber prescindido tanto del PNV como de CC. En ambos casos, el poder de CiU no habría sido grande, porque tanto FG como Aznar habrían tenido la posibilidad de pactar, bien con IU bien con PNV y CC al margen de los catalanistas. No hace falta explicar que cuantas más posibilidades de coalición tenga el partido ganador, tanta menor la capacidad de chantaque de las minorías particularistas. De esta forma el partido más votado puede imponer fácilmente a una minoría un acuerdo estable de gobierno sin ceder demasiado, ya que siempre puede recurrir a otro socio. La puja en este caso se produce siempre a la baja -¿quién me pide menos por apoyarme?
De todas formas, esto no es siempre así, como demuestra la actual situación española, en la que el PSOE tenía varias posiblidades de formar una mayoría parlamentaria estable, pero al final decidió no formar ninguna ni firmar pacto legislativo con nadie, al contrario de lo que hicieron FG y Azanr en 1993 y 1996, y limitarse a ir pactando las leyes una por una con varias fuerzas políticas al mismo tiempo. El resultado es demasiado obvio como para comentarlo.
En conclusión, cualquier debate sobre cambios en el sistema electoral no puede basarse en los presuntos beneficios a priori, sino que debe partir del estudio de la política comparada y de los simulacros que la tecnología permite efectuar. Ninguna de estas técnicas es perfecta, porque al final pueden intervenir otras variables que de difícil cuantificación en un modelo teórico, o que simplemente no se previeron. Pero de todas formas esto es preferible a la demagogia que también en este caso se está imponiendo en nuestro país. Dos ejemplos de lo que hablo son las propuestas de cambio de sistema electoral que defiende el director de El Mundo, que ignoran por completo tanto la perversión electoral francesa como que España no tiene un bipartidismo perfecto, y la propuesta de elección directa de alcaldes del ministro Jorge Sevilla, que además de fomentar el populismo y eliminar la competitividad electoral en muchas zonas de España, crearía bloqueos en el caso de que el elector diera su apoyo a un alcalde y a un concejal o lista de concejales de diferentes partidos.
Introducir esta práctica en un país como España, que a diferencia de los Estados Unidos carece de organismos de control presupuestario independientes -¿quién escucha al Tribunal de Cuentas?- y de un auténtico sistema de "checks and balances" entre los poderes políticos, sería como invitar a todos los ayuntamientos a seguir el ejemplo marbellí. La ingeniería institucional es beneficiosa siempre que se lleve a cabo de forma global. Los parches temporarles guiados por el espíritu de la "trágala" no sólo no resuelven los problemas, sino que pueden crear otros que antes no existían. La actualidad política española es un triste ejemplo de lo que digo.
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