Me preocupa el republicanismo que en los últimos días exhiben la izquierda española y el nacional-populismo catalán. La deificación de la Segunda República por medio de la apelación evangélica -o koránica- a ciertos valores presuntamente republicanos elimina por completo la reflexión teórica y la indagación histórica que son tan necesarias si de verdad queremos plantearnos un cambio en la forma de Estado. En segundo lugar, este nuevo republicanismo se basa simplemente en la destrucción, no en la creación de nada. Consiste en un nihilismo que pretende convertir el pluralismo liberal en una dictadura sustentada por votos, por no mencionar que la base de esta supuesta república no sería la ciudadanía, sino una confederación de dictaduras étnicas. ¿Representaría esto una avance en términos de libertad e igualdad?
La incultura y el parroquialismo de los españoles no es el mejor caldo de cultivo sobre el que asentar una república, sobre todo cuando los partidarios de ésta basan su discurso y su estrategia precisamente en la exacerbación de estos vicios.
Contra esto propongo un antídoto basado en la lectura de algunos textos que definen y describen una república. En primer lugar Los Discursos de Maquiavelo (Alianza Editorial), texto en el que se contraponen república y monarquía y se relatan algunas de las vicisitudes de la República Romana. La corrupción, la tiranía y la guerra pueden aparecer en cualquier régimen político. La imposibilidad de poder absoluto y una elección informada por parte del pueblo evitarían estas situaciones.
El Espíritu de las Leyes de Montesquieu dedica una parte a la descripción del sistema republicano (Alianza Editorial). Para el francés la ventaja de la república reside en unas condiciones que permiten al pueblo acceder en condiciones de igualdad al conocimiento y la formación, y a una igualdad de trato, que no de resultados, que posibilita decisiones políticas basadas en el bienestar de la mayor parte.
Ambos autores comparten una preocupación: cómo garantizar que el pueblo comparta unos mínimos conocimientos y valores, y así lograr que el poder republicano sea ocupado por los mejores, o al menos no por los peores, que apoyados en el populismo y la riqueza pongan en peligro los derechos individuales y la prosperidad social.
Por último, convendría repasar la jurisprudencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en los años del llamado movimiento de los derechos civiles que puso final a la segregación y discriminación raciales. El fin de la segregación supuso la limitación de los derechos de los estados y la asunción por parte del poder central de competencias locales. A fin de evitar una quiebra constitucional, el Tribunal Supremo procedió a una interpretación finalista y teleológicade la decimocuarta enmienda y se definió el régimen republicano en términos individualistas. Al maximizar la libertad de los ciudadanos sobre la autonomía de las comunidades, los jueces pudieron no sólo abolir la segregación, sino también someter cualquier ley futura que restringiera la libertad de elección al escrutinio. Uno se pregunta cuántas leyes autonómicas españolas resistirían esta prueba.
Una de las conclusiones más claras que se saca del examen de estos textos es que el privilegio y el comunitarismo excluyente están naturalmente reñidos con el espíritu republicano, y que la democracia se basa en la existencia de un cuerpo de seres libres y capaces, sobre cuyo desarrollo personal la comunidad ejerce unas restricciones mínimas que tienen como criterio la salvaguarda de la integridad física y moral de los conciudadanos. Cualquier otra cosa nos llevaría a la tiranía, que podrá se adjetivada como se quiera, pero que no dejaría de ser un retroceso y una regresión. Por desgracia esto es precisamente lo que propone la izquierda gobernante en España. Ojalá los españoles no se dejen engañar esta vez.
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