26 años después, estoy llevando una vida que nadie, ni siquiera forzando al máximo su imaginación, podría haber predicho para mí el día en que nací. Una vida que yo tampoco habría previsto para mí misma hace 10 años: leer el New York Times por la mañana y todas mis tiras cómicas favoritas en el Daily News; comprar el el super del barrio zumo de naranja y plátanos y cualquier cosa que se me antoje; escribir en un procesador de texto; ver películas -Con la muerte en los talones, La naranja mecánica y Tootsie- en los canales de cable o en el vídeo; ir a cenar a un chino o a Pizza Hut con mis padres en nuestro coche Honda Accord; pasear en un centro comercial. En el tren a Nueva York desde nuestro pueblo en Nueva Jersey, me veo rodeada por viajeros en traje y corbata que portan maletines. Me rindo a los sinsabores del metro y me abro paso a empujones por el crisol de la multitud de las calles, miro los escaparates de la Quinta Avenida, encuentro un lugar para comer donde quiero. Esquivo a los miembros de la secta Moon que piden mi firma para una petición a favor de una cruzada contra el comunismo ateo y a favor de una sociedad piadosa en América; dos manzanas más allá, una niña mona de clase media que parece muy seria distribuye panfletos que apelan a la solidaridad con el pueblo revolucionario de Nicaragua o El Salvador. Un cartel del Partido Comunista Obrero maltratado por las inclemencias del tiempo proclama: "Muerte al Imperialismo Capitalista". El escaparate de una tienda cercana muestra libros sobre el Zen budista, el yoga, la reencarnación y el karma. Un hombre negro camina nervioso con un altavoz advirtiendo a los transeúntes de los horrores que los aguardan en el infierno a menos que acepten a Jesucristo como su señor y salvador.
A veces me ocurre, normalmente en medio de algo totalmente mundano, que de pronto me viene a la cabeza el pensamiento: "Espera un momento, estoy en América; no se supone que debo estar aquí". Por un instante, todo lo que hago parece tan fantástico como si me hubiera convertido en una colona del espacio exterior (...). Pero, más frecuentemente que eso, pienso que lo fantástico es haber vivido en Rusia. América ha sido una buena madre adoptiva, del tipo que facilita que el niño olvide que es adoptado. La siento tan mía, con sus películas y su música, sus fiestas y sus ciudades, incluso sus problemas y agonías.
Cathy Young:
Growing Up in Moscow. Memories of a Soviet Girlhood (1989).
Me pregunto cuántos llamados liberales consideran este párrafo una muestra de decadencia, nihilismo y relativismo que poco tiene que ver con la libertad -perdón, quiero decir con la verdad, preferiblemente revelada, que según algunos es lo que constituye el auténtico liberalismo- y mucho con el totalitarismo progre. También me pregunto qué respondería Cathy. Tal vez valga
esto.